En el corazón verde y vibrante de la zona sur de Costa Rica, donde la selva se funde con el mar y los caminos son más promesas que rutas, un movimiento silencioso empieza a tomar forma. Su epicentro: la cocina. Su líder involuntario: el chef Marlon Acuña.
“Este es solo el primer brote de un árbol que apenas empieza a crecer”, dice parado afuera de su cevichería Contramarea, un pequeño pero audaz proyecto en el sur costarricense que, como su nombre indica, nada contra la marea.
Marlon no nació con cuchillos en la mano. Nació con historias. De Pérez Zeledón, hijo de un padre que se convirtió en historiador familiar por vocación, y una madre descendiente de los chiricanos que llegaron desde Panamá a fundar Buenos Aires de Puntarenas.
Su cocina es eso: un recorrido por los caminos que trazaron sus antepasados, una celebración de los ingredientes olvidados y una rebelión contra el anonimato gastronómico de su región.
“¿Cómo era posible que no se pudiera encontrar un buen ceviche en una zona costera?”, se preguntaba. Así nació Contramarea, con emulsiones de ají, curados precisos y técnicas aprendidas en cocinas de España, Inglaterra y Estados Unidos.
Pero el verdadero punto de inflexión llegó cuando, al volver de Europa, sintió un vacío que ni los platos más sofisticados podían llenar. “Yo hablaba con orgullo de Costa Rica, pero me di cuenta de que no teníamos una gastronomía con peso. No teníamos identidad.”
Durante años, la cocina costarricense se ha contado desde Guanacaste, Limón o el Valle Central. Pero el sur –ese rincón donde convergen raíces indígenas, italianas, afrocaribeñas y panameñas– no tenía voz. Marlon decidió dársela.
Lo hizo primero en Scala, el restaurante que lo llevó a vivir a la región. Allí, tras una profunda investigación, eliminó los platillos europeos “por default” y comenzó a resignificar la carta con historia.
Descubrió en San Vito de Coto Brus, por ejemplo, una comunidad italiana que trajo consigo el risotto, ahora reinterpretado con ingredientes locales. En Palmar Norte, encontró mujeres que usaban hinojo por necesidad, sin saber que su uso era sofisticado. De la comunidad Boruca, recuperó la tradición del tamal de arroz y la carne seca ahumada.
“Costa Rica siempre ha sido una tierra de encuentro, un cruce de caminos”, reflexiona. Por eso su menú es también memoria: el ceviche con caldo de carambola del abuelo Tulio, el plato “La llegada del ferrocarril” que homenajea la United Fruit Company, o el arroz atamalado cocido en hojas de plátano, como lo hacían los abuelos.
“Lo más difícil fue decirme a mí mismo que era necesario intentarlo”, admite. Cuestionó cada ingrediente, cada técnica, cada decisión. “¿Cómo hacer cocina del sur si algunos ingredientes no existían aquí hace cien años?”, se preguntaba. La respuesta fue una revelación: la cocina no es solo tradición, también es interpretación. “No se trata de replicar el pasado, sino de honrarlo mientras cocinamos el presente.”
Hoy, su red de restaurantes —Scala, Contramarea, Sibu, Potz, entre otros— forma un ecosistema culinario en expansión. Cada uno explora distintos enfoques: cocina honesta, multicultural, tradicional o de autor.
Pero todos comparten una misión: hacer que el sur de Costa Rica sepa a sur. Su visión está alineada con la de toda la región, que busca crear circuitos turísticos específicos de la zona.
Marlon no está solo. Otros cocineros, como los de Fuego o Cocina Tica, se suman a esta cruzada. Juntos comienzan a tejer un nuevo relato. Incluso han empezado a ir a escuelas locales para sembrar la semilla de la identidad desde temprana edad. “Si cuando uno crece ya sabe de qué está hecho su pueblo, habla de su comida con orgullo. Se le infla el pecho.”
La cocina, para Marlon, habla de sus raíces, de la historia del sur, de un relato que se contará en unos años. Es hospitalidad, es historia, es herencia, es futuro. Y en su visión, algún día, cuando se hable de la gastronomía costarricense, no se pasará por alto el sur.